miércoles, setiembre 13, 2006

EL QUE CONTAMINA PAGA

Rafael Valenzuela (*)


El principio que se enuncia en el título fue adoptado por primera vez a nivel internacional en 1972 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Postula básicamente que los responsables de contaminar deben pagar el costo de las medidas necesarias para evitar o reducir esa contaminación de manera de cumplir con las normas y medidas de calidad ambiental.
La fundamentación de este principio es que el aprovechamiento de los bienes comunes como bienes libres desde el punto de vista de su utilización, y gratuitos en cuanto a su costo de uso o explotación, ha conducido a un creciente deterioro de la calidad del medio ambiente.
Lo que se persigue no es determinar culpables ni inmiscuirse en el terreno de las obligaciones de indemnización. Se busca incorporar a los costos internos de las actividades o procesos productivos aquellos costos que actualmente son externos a ellos y que generan deseconomías sociales, es decir, incorporar las externalidades ambientales negativas.
El artículo establece diversos criterios para la imputación de los costos ambientales y pasa revista a algunos instrumentos para la aplicación del principio. Analiza también situaciones especiales en las que la aplicación inmediata de normas muy restrictivas podría causar serias perturbaciones económicas, por lo que en estos casos recomienda gradualidad y asistencia, y concluye con un examen de las insuficiencias del principio, en especial respecto de actividades cuyas consecuencias ambientales sean extremas.

I Origen y fundamentación del principio de quien contamina, paga.

l. El abuso de los bienes comunes

El surgimiento del principio "quien contamina, paga", también conocido como principio "contaminador-pagador", tiene mucho que ver con lo que el biólogo Garret Hardin llamó la tragedia de los bienes comunes (Edmunds y Letey, 1975, p.112). Se entiende por bienes comunes, para estos efectos, los elementos del ambiente que no pertenecen a nadie y que pueden por lo mismo ser utilizados por todos sin que nadie pueda alegar derechos exclusivos sobre ellos. Tal es el caso, por ejemplo, de la atmósfera y de la alta
mar y sus fondos marinos, con todos sus recursos hidrobiológicos y minerales.
La generalidad de las legislaciones reconoce la existencia de este tipo de bienes. Así, por ejemplo, el Código Civil chileno, desde su dictación en 1885, habla de "las cosas que la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres, como la alta mar", agregando que estas cosas "no son susceptibles de dominio" y que "ninguna nación, corporación o individuo tiene derecho de apropiárselas" (artículo 585).
Atendida su condición de comunes, estos bienes son libres desde el punto de vista de su utilización y gratuitos desde la perspectiva del costo de su uso o explotación, lo que significa que cualquiera puede usados o sacar de ellos el provecho que desee sin tener para ello y por ello que pedir permiso ni pagar nada a nadie. Así se hizo desde siempre, hasta que a contar de fines del siglo pasado, tras el advenimiento de la revolución industrial, la explotación irrestricta y cada vez a mayor escala de estos bienes, por una parte, y su creciente empleo como sumidero de un volumen cada vez mayor de todo tipo de desechos y desperdicios, por otra, puso de manifiesto su carácter finito y vulnerable a la acción humana y encendió una luz de alerta sobre el riesgo de que por este camino pudiera llegar a causárseles daños irreversibles o, cuando menos, daños de muy lenta y costosa restauración, de los que la humanidad entera tendría que sufrir las consecuencias.
No pasó inadvertido que la ruina de estos bienes traería perjuicios para todos. Conforme a la lógica de la codicia privada, sin embargo, los resultados de la ecuación beneficio-perjuicio se mantenían favorables para quienes los usaran o explotaran excediendo los umbrales de su tolerancia a la intervención humana, ya que los perjuicios que les fueran causados se dividirían entre todos, en tanto que los beneficios que se obtuvieran de su aprovechamiento irían en exclusivo provecho de sus usuarios o explotadores.
En otras palabras, a fin de cuentas, se ganaba más de lo que se perdía.
Además, se argumentaba, siempre estaba presente el riesgo de que lo que dejara de ganarse por una menor presión sobre estos bienes pudiera prestarse para que otros, menos escrupulosos, hicieran mayores ganancias a expensas de esta menor presión, puesto que dispondrían de estos bienes en mayor cantidad o cualitativamente menos deteriorados. Y, si lo que no hicieran unos lo harían otros, en condiciones aun más lucrativas, ¿por qué entonces renunciar al máximo provecho que pudiera obtenerse de los bienes comunes, si todos tienen igual derecho a servirse y a beneficiarse gratuitamente de ellos?
De esta reseña de argumentaciones puede desprenderse que la causa de la expoliación y degradación de los bienes comunes ha residido más en su gratuidad que en su condición de comunes, pues si aun manteniendo este último carácter les hubiera estado asignado un precio que tuviera que reflejarse como costo en las cuentas de ganancias y pérdidas o en los balances de resultados, la ecuación beneficio-perjuicio, incluso en el marco del utilitarismo más egoísta, habría desalentado el sobreuso y la sobre explotación de que han sido objeto. Constituiría una simplificación errónea, sin embargo, reducir el problema de los bienes comunes a una mera cuestión de mayores o menores beneficios o costos económicos, aunque sólo fuera con el propósito de apuntar a la búsqueda de soluciones. Un planteamiento integral del tema exige hacerse cargo de sus repercusiones sociales y, muy especialmente, de las graves distorsiones que crea en el ámbito de la justicia distributiva, pues sucede que una proporción abrumadoramente mayoritaria de las personas que sufren las consecuencias del deterioro o degradación de los bienes comunes no han contribuido en modo alguno a provocar estos efectos ni reciben por el daño o privaciones que experimentan forma alguna de reparación o compensación.
Habría que añadir que la suerte de los bienes comunes ha sido también la de ciertos bienes nacionales de uso público que pueden ser gratuitamente utilizados por todos los habitantes del país a que pertenecen, por causas y con consecuencias similares, lo que ha incidido también en la génesis y el desarrollo del principio "quien contamina, paga".
2. Las externalidades ambientales negativas La teoría económica habla de externalidades o "efectos de derrame o de desborde" (externalities, spillover effects) para referirse a determinadas interacciones susceptibles de producirse entre las ganancias de una empresa y los costos de otra (Edmunds y Letey, 1975, p.393). En términos amplios puede decirse que se está ante una externalidad cada vez que los actos
de un agente social proporcionan a otro una ganancia o beneficio sin obtener retribución por ello, o le infligen un daño o costo sin concederle por ello compensación alguna. En la primera hipótesis se habla de externalidades positivas; en la segunda, de externalidades negativas (Haveman, s/f, p.45).
Las externalidades negativas guardan estrecha relación con los llamados "costos externos" y se producen, generalmente, con motivo de la utilización de recursos escasos sobre los que nadie puede invocar derechos exclusivos de propiedad o de aprovechamiento (Reynolds, 1976, p.275). El empleo de elementos del ambiente que no tienen precio asignado representa una economía para quienes se sirven de ellos. Puesto que, en efecto, estos componentes ambientales no son considerados bienes económicos y se encuentran al margen, por lo mismo, del sistema de precios, cualquier operador económico puede usarlos o aprovecharlos sin tener que incurrir por ello en costo interno alguno.
Desde el momento, sin embargo, en que se traspasa el límite más allá del cual el uso o aprovechamiento de estos bienes provoca su deterioro o degradación, lo que implica una economía para quienes se sirven de ellos deviene en una deseconomía o costo externo para quienes resultan afectados por su destrucción o condición desmejorada. Los gastos para la recuperación de la salud y el bienestar humanos, para la restauración de los componentes ambientales degradados cuantitativa o cualitativamente o para el restablecimiento del equilibrio funcional de los sistemas ecológicos a los que estos componentes se encuentran integrados, por mencionar algunos ejemplos, se inscriben en este tipo de costos.Cuando estos daños no son asumidos o compensados por quienes los han causado o han contribuido a causarlos se está ante una externalidad ambiental negativa. Como la sociedad, en su conjunto, no puede desentenderse de estos daños y debe, por lo mismo, hacerse cargo de su reparación, los costos externos resultantes terminan por convertirse en "costos sociales".
Debido, en otras palabras, a que los costos internos de los usuarios o explotadores de los elementos ambientales no han sido reales, se ha producido una transferencia de los mayores costos a la colectividad social, de manera general e indiscriminada, bajo la forma de costos ocultos, lo que significa que el provecho de unos pocos se ha conseguido a costa de un subsidio social indirecto.
Para revertir o poner atajo a esta situación, que pugna con los principios de la justicia distributiva, se han propuesto diversas soluciones, todas ellas orientadas a obtener lo que se ha venido en denominar la "internalización de las externalidades", es decir, que los costos externos involucrados en la prevención y combate del deterioro de los elementos ambientales de uso común sean asumidos y contabilizados como costos internos por parte de quienes producen o contribuyen a producir su degradación.
En la medida que esta imputación directa y personalizada de los costos externos haga más lucrativo no deteriorar el ambiente que deteriorarlo, se pretende, adicionalmente, desalentar la presión sobre estos elementos ambientales, reorientándola hacia otros bienes o hacia el desarrollo y aplicación de tecnologías menos dañinas que conduzcan a una más razonable y quitativa asignación y utilización de los mismos.
En el ámbito productivo existirá siempre la eventualidad más que probable de que quienes vean incrementados sus costos internos de producción con los costos externos que deberán incorporar a ellos busquen la manera de trasladar los mayores costos a los compradores de sus productos o a los usuarios de los servicios que ofrecen, de lo que resultará que serán estos últimos, en definitiva, quienes carguen con su peso. Aparte el hecho que esta contingencia no parece reñida con la justicia, sobre todo tratándose de bienes de demanda elástica, es posible, no obstante, que una imposición progresiva y compulsiva de los costos externos lleve a incrementos tales en los costos productivos internos que, por razones de competitividad, ya no resulte posible continuar transfiriéndolos a los precios. Con esto, la empresa productora deberá comenzar a asumir tales costos con cargo a sus utilidades, a riesgo de no poder seguir colocando sus productos o servicios en el mercado.
3. Las desventajas competitivas
Puede suceder que una empresa llegue al extremo de no poder seguir cargando los mayores costos internos que le son impuestos ni al precio de los productos o servicios que ofrece ni a las utilidades que obtiene de su funcionamiento, lo que la dejará de hecho fuera del mercado.
Situaciones límites de este tipo deben considerarse socialmente beneficiosas si se las juzga en relación con los objetivos a que apunta el proceso de internalización de las externalidades ambientales negativas. Existe el riesgo, sin embargo, de que una aplicación demasiado rígida de las medidas que se adopten pueda traer aparejadas desventajas competitivas no justificables ni convenientes a la luz del interés general. Así podría ocurrir, por ejemplo, si se impusiera el empleo de determinadas tecnologías que no deterioran el ambiente sin contemplar plazos diferenciados para su adopción según se trate de plantas productivas ya instaladas y en funcionamiento, o de plantas nuevas en proyecto de instalación. Es obvio que las nuevas plantas podrán incorporar estas tecnologías a sus procesos productivos sin tener que efectuar los cambios estructurales y
operativos a que se verán enfrentadas las ya instaladas, con las consiguientes mayores necesidades de tiempo y costos más altos.
Asimismo, pueden producirse desventajas competitivas en el ámbito del comercio internacional cuando los sectores exportadores de un determinado país deban satisfacer exigencias de calidad ambiental significativamente uperiores a las que pesan sobre los sectores exportadores de otros países, en la medida que, a diferencia de lo que acontecerá con estos últimos, sus costos de producción reflejen o se aproximen a reflejar costos reales y no se vean favorecidos, en la misma extensión, con los subsidios sociales indirectos a que da lugar la existencia de costos sociales no internalizados.
Lo anterior mueve a sostener, como regla general, que toda forma de ayuda o subvención social que haga menos gravosa para los sectores productivos la absorción de las deseconomías sociales que provocan, falsea las condiciones de producción y de consumo y se presta a distorsiones de la competencia que pueden gravitar negativamente sobre las transacciones comerciales y la localización de las inversiones. A ello obedece que estas ayudas, salvo excepciones calificadas, tiendan a ser puestas en interdicción y que se hayan desarrollado y aplicado principios como el de "quien contamina, paga".
II Conceptualización e instrumentos para la aplicación del principio

1. Conceptualización

El principio "quien contamina, paga" fue adoptado por primera vez a escala internacional en 1972, cuando el 26 de mayo de ese año el Consejo de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos aprobó una recomendación sobre principios directores relativos a los aspectos económicos internacionales de las políticas ambientales (OCDE, 1983 a, pp.173 Y 174, Y Kiss, 1983, p.74). Dos años más tarde, el 14 de noviembre de 1974, el Consejo de la OCDE aprobó una nueva recomendación, sobre la implementación del principio "contaminador-pagador", en la cual precisaba algunos aspectos relacionados con la limitación de las derogaciones de que puede ser
objeto este principio (OCDE, 1983b, p.174). Fue, sin embargo, en el seno de las Comunidades Europeas donde el principio se definió con mayor precisión y le fueron señalados sus alcances concretos.
Para el Consejo de las Comunidades Europeas el principio "quien contamina, paga" significa que "las personas físicas o jurídicas, sean de derecho público o privado, responsables de una contaminación, deben pagar los gastos de las medidas necesarias para evitar la contaminación o para reducida con el fin de cumplir las normas y las medidas equivalentes que permitan alcanzar los objetivos de calidad o, en caso de que no existan estos objetivos, con el fin de cumplir las normas y medidas equivalentes establecidas por los poderes públicos". "Por consiguiente" -agrega- "la protección del medio ambiente, en principio, no debe estar garantizada por políticas basadas en la concesión de ayudas y que impongan a la colectividad los gastos de la lucha contra la contaminación". (1)
El principio, en consecuencia, no se refiere a la responsabilidad que pueda
recaer sobre los contaminadores por los daños que causen con la contaminación. No postula que quien causa perjuicios al contaminar debe responder por ellos, convirtiéndose en algo así como una versión ambiental de la ley del Talión. La obligación de indemnizar los daños causados por la contaminación existe, por supuesto, pero no tiene su fuente en este principio sino en las reglas generales sobre responsabilidad civil extracontractual. Nada obsta, por lo tanto, a una aplicación simultánea del principio "quien contamina, paga" y de las normas sobre responsabilidad
civil por daños causados a terceros, aunque bien puede darse que, encontrándose adoptado el principio, no haya lugar, por incumplimiento de requisitos, a exigir la reparación pecuniaria de los daños causados por la contaminación; o, a la inversa, que pudiéndose exigir la reparación de estos daños, no haya lugar a hacer efectivas las consecuencias del principio, por no encontrarse éste adoptado por la legislación.
Conviene dejar bien aclarado este punto, pues no faltan quienes suponen que el principio "quien contamina, paga" se resuelve en hacer recaer sobre el contaminador las consecuencias dañosas de sus actos. Quienes dan este alcance al principio atribuyen normalmente a la responsabilidad indemnizatoria del contaminador el carácter propio de la responsabilidad "objetiva" o "por riesgo" que no discurre sobre la base de la culpabilidad del agente causante del daño sino de la sola circunstancia de que éste haya ejecutado un acto generador de una contingencia probable de daño, es decir, un riesgo. Sostener, pues, que "quien contamina, paga", equivaldría a decir, en su concepto, que quien perjudica a otro a resultas de haber generado un efecto contaminador se encuentra obligado a indemnizarle los perjuicios causados, al margen de que haya actuado con dolo o culpa o con toda la diligencia y cuidado debidos.
Quienes atribuyen este alcance al principio suelen ser los mismos que ven en él una suerte de licencia para contaminar. Esta licencia estaría implícita en su misma postulación, puesto que si el principio no proscribe la contaminación sino que se limita a hacer recaer sobre el contaminador el resarcimiento de los perjuicios causados por sus actos, ello estaría significando que quien está dispuesto a pagar, puede contaminar.
Contribuye, a nuestro juicio, a esta errada interpretación, hablar del "principio del causante" o del "principio de la responsabilidad del agente" para referirse al principio "quien contamina, paga". A juicio de un distinguido tratadista, esta confusión de ideas es consecuencia de que se haya difundido más la denominación del principio, que su contenido (Brañes, 1987, p.157).
El principio, en su correcta significación, no busca determinar culpables ni
se inmiscuye en el campo de sus obligaciones indemnizatorias. Lo que persigue, ni más ni menos, es que los costos involucrados en la prevención y lucha contra la ontaminación sean asumidos y solventados por quienes la producen, y no por la colectividad social en su conjunto. Cuando postula que el que contamina debe pagar se está refiriendo a estos costos, y no a otros.
Está aludiendo, en otras palabras, a las deseconomías sociales o costos externos a que nos hemos referido y está diciendo que estos costos deben ser incorporados a los costos internos de las actividades o procesos productivos que los generan, de tal manera que estos costos internos reflejen costos reales y no costos falseados o ficticios. Lo de que "quien contamina, paga" se traduce, pues, en definitiva, en el deber de proceder a la
internalización de las externalidades ambientales negativas. Esto confiere al principio un carácter fundamentalmente económico, más que un carácter jurídico, bien que, para su operatividad, deba encontrarse explícita o implícitamente consagrado en la legislación interna de los países o en tratados internacionales (Kiss, 1983, p.77).
Tras el principio subyace la convicción de que, en la medida que los contaminadores se vean obligados a asumir los costos de las externalidades que provocan, se verán indirectamente incitados a reducir los efectos contaminantes de sus actividades, recurriendo, por ejemplo, al empleo de materias primas o a la utilización de tecnologías menos deteriorantes del ambiente. También subyace la voluntad de poner término a las
distorsiones distributivas implícitas en un orden de cosas en el que el lucro de
unos pocos se está consiguiendo a costas del sacrificio y del mal de muchos.

2. Criterios para la imputación de costos

La forma como el principio es definido por el Consejo de las Comunidades Europeas en su recomendación del 3 de marzo de 1974 no deja lugar a dudas de que los sujetos sobre quienes recae la obligación de pagar por la contaminación son "los responsables de la contaminación". Por tales entiende la recomendación a quienes "deterioran directa o indirectamente el medio ambiente o crean las condiciones para que se produzca este deterioro", habiendo quedado constancia, en una nota de pie de página, que la noción de
"responsable de la contaminación" no afecta a las disposiciones relativas a la responsabilidad civil. (2)A primera vista pareciera que la definición de la expresión "responsables de la contaminación" contribuye muy poco a acotar su alcance y que, por el contrario, le atribuye una extensión aun más dilatada que la que pudiera colegirse del tenor literal de sus palabras. Porque incluir en ella no ya a los que "indirectamente" deterioran el ambiente, que implica ir bastante lejos, sino también a "quienes crean condiciones para que se produzca este deterioro", importa llevar su alcance a extremos en los que cabría preguntarse quiénes escapan a la esfera de su aplicación, para lo que no habría respuestas fáciles. Se trata, sin embargo, como se verá enseguida, de una definición fundamentalmente operacional que tiene directa relación con los criterios que sienta el Consejo de las Comunidades Europeas en materia de imputación de costos, que son muy amplios. Por lo demás, la nota de pie de página mencionada tiene la virtud de no dejar lugar a dudas de que el principio en cuestión no tiene nada que ver con el problema del resarcimiento de los daños por contaminación causados a terceros.
Lo relacionado con la imputación de costos no está exento de complejidades y reviste singular importancia en cuanto toca el punto de fondo del principio, es decir, lo concerniente a la internalización de las externalidades.
El primer problema que se plantea es la identificación de los responsables de la contaminación, sin la cual la imputación de costos se convierte en imposible de efectuar o corre el riesgo de resultar arbitraria. Las mayores dificultades a este respecto se presentan en relación con las formas de contaminación denominadas "acumulativa" y "en cadena". La contaminación toma el nombre de acumulativa cuando es producto de varias causas simultáneas, como ocurre, por ejemplo, cuando la cubierta atmosférica de una ciudad recibe, a un mismo tiempo, las emisiones de anhídrido sulfuroso provenientes de las calderas y hornos industriales, de los motores de los vehículos y de
las chimeneas de las viviendas. Es llamada "en cadena" cuando resulta de un eslabonamiento de actos, no necesariamente contaminadores si se les considera por separado, que conducen, a la conclusión de su sucesión, a un efecto contaminador: así sucede, por ejemplo, con la contaminación causada por los gases de escape de los vehículos motorizados, en la que intervienen como agentes no sólo los usuarios de los vehículos, sino también sus fabricantes y los productores del combustible que les permite funcionar.
La recomendación del Consejo de las Comunidades Europeas establece que en estos casos la imputación de costos debe efectuarse en el punto de la cadena o del proceso acumulativo que ofrezca la solución óptima desde los puntos de vista tanto administrativo como económico. Así, por ejemplo, en el caso de la contaminación en cadena la imputación de costos debe realizarse en el punto donde el número de operadores económicos sea el menor y el control de sus actividades el más fácil, o en aquel punto donde la imputación de costos pueda contribuir de la manera más eficaz al mejoramiento de las condiciones ambientales, evitando al propio tiempo distorsiones en la competencia. (3)
Un connotado experto latinoamericano en derecho ambiental, aplicando estas directivas al caso de la contaminación producida por los gases de escape de los vehículos motorizados, ha adelantado la opinión de que el punto de imputación de costos se encontraría, primero, en los fabricantes de vehículos, y después, en los productores de los combustibles (Cano, 1983, p.16). Ninguno de estos operadores económicos puede ser sindicado como causante de la contaminación, resultando muy probable en el caso
latinoamericano que los vehículos o los combustibles se hayan fabricado o producido fuera de la región. Aplicando, no obstante, la mencionada definición de responsables de la contaminación, dichos operadores pueden ser considerados tales puesto que o han deteriorado indirectamente el ambiente o, cuando menos, han creado condiciones para que se produzca su deterioro.
Al margen de las dificultades que pueda presentar la determinación de los operadores en quienes deba recaer la imputación de costos, es de la esencia del principio que ésta se efectúe de manera y en condiciones tales que represente para los responsables de la contaminación un incremento real y efectivo de sus costos internos, y para la colectividad social, una disminución correlativa real y efectiva de sus costos externos asociados a la imputación. Si ésta va aparejada, formal o encubiertamente, de franquicias, dispensas, privilegios o ayudas extraordinarias de cualquier tipo otorgadas por las autoridades públicas en beneficio de los responsables de la contaminación para paliar los rigores de los mayores costos que les significará la imputación, la internalización de externalidades se falseará y con ello la aplicación del principio. Volveremos sobre este punto a propósito de la cuestión de las derogaciones o seudoderogaciones de su régimen de aplicación.

3. Instrumentos para la aplicación del principio

a) Las normas


Los principales instrumentos de que disponen los poderes públicos para poner en ejecución el principio "quien contamina, paga" son las normas y los cánones.
Dentro de las normas -también conocidas bajo la denominación de estándares-, pueden distinguirse las normas de calidad ambiental, las normas de producto y las normas de proceso.
Se entiende para estos efectos por normas de calidad ambiental las que prescriben los niveles máximos de contaminación o de perturbación ambiental tolerables en un medio o en parte de un medio determinado. Las normas de producto pueden apuntar a varios objetivos, a saber, fijar los niveles máximos permisibles de contaminantes presentes en la composición de un producto; establecer las propiedades o las características de su fabricación; determinar sus modalidades de utilización, y disponer especificaciones relativas a los métodos de prueba, al envasado, a las marcas y al etiquetado de los productos, debiendo entenderse la palabra producto, para todos estos fines, en su sentido más amplio.
Las normas de proceso se refieren, en particular, a las instalaciones fijas, y comprenden los subtipos llamados normas de emisión, que establecen los límites máximos tolerables de emisiones o descargas contaminantes; normas de concepción de construcción, que determinan las especificaciones que deben cumplirse en su diseño y edificación con miras a la protección del ambiente, y normas de explotación, que fijan, con igual propósito, las condiciones a que deben ceñirse sus procesos productivos o manufactureros. Estas normas de explotación, lo mismo que las normas de producto referidas a las modalidades de empleo de una determinada cosa, elemento o sustancia, pueden igualmente ser objeto de los denominados códigos de prácticas.
El hecho de tener que atenerse a una norma conlleva gastos especiales.
Tratándose, por ejemplo, de una norma de producto que fija límites a los contaminantes que pueden estar presentes en una determinada sustancia, quienes la producen se ven en la necesidad de adoptar medidas para asegurarse de que la cantidad de contaminantes no sobrepase el límite impuesto, bajo riesgo, en caso contrario, de exponerse a una sanción;
dichas medidas tienen un costo en el que no tuvieron que incurrir mientras la norma no fue dictada. Una vez impuesta una norma de emisión, probablemente resultará necesario introducir cambios en las tecnologías productivas o de depuración o neutralización de efluentes para evitar que los contaminantes de que se trate excedan, al ser evacuados, los máximos permitidos, con todo lo que ello implica en términos de inversiones no presupuestadas. Con anterioridad a la dictación de estas normas o de cualquiera otra de las mencionadas -hecha salvedad solamente de las normas de calidad ambiental- los costos de prevención y de lucha contra los efectos adversos provenientes de la utilización o consumo de sustancias contaminadas o de la emisión irrestricta de efluentes contaminantes, para continuar con los ejemplos propuestos, recaían en la colectividad social en su conjunto, bajo la forma de costos externos. Una vez dictadas las normas, esta situación se revierte, en cuanto conduce a una imputación de estos costos externos en los costos internos de producción de quienes estaban haciendo ganancias a expensas de una deseconomía social. Esta imputación no pretende ser numéricamente exacta. Más aún, ni siquiera interesa conocer el importe de los costos que estaba sufragando la sociedad. Se habla de imputación, en efecto, en términos figurados, para significar solamente que lo que antes daba lugar a un cierto costo externo en adelante pasará a ser asumido y contabilizado como un cierto costo interno, con lo que se habrá producido la internalización de una externalidad ambiental negativa y habrá operado, de consiguiente, el principio "quien contamina, paga". (4)
Lo que interesa retener de este mecanismo es que con la sola dictación de la norma ya se ha puesto en ejecución el principio. La sociedad no recibe ningún pago. Si los terceros dañados por la contaminación obtienen alguno lo será por la vía de hacer efectiva la responsabilidad civil extracontractual del causante de la contaminación, que obedece a criterios y está sujeta a procedimientos del todo ajenos al principio que aquí examinamos. El responsable de la contaminación, sin embargo, ha pagado, en cuanto ha
tenido que asumir un costo que hasta ese momento había podido eludir, y la sociedad se ha liberado de un costo que, mientras no existió la norma, pesó sobre su erario.
Estos efectos redistributivos no se consiguen con la simple dictación de una norma de calidad ambiental, por cuanto, dictada la norma, nadie en particular se ve constreñido por ella a evitar que se sobrepasen los niveles máximos permitidos de contaminación ambiental o de perturbación del ambiente. Otra cosa es que las autoridades públicas, ante la transgresión de la norma o en previsión de esa transgresión, adopten medidas adicionales para reducir y mantener las concentraciones de contaminantes en los niveles definidos como socialmente aceptables. Esas medidas podrán consistir en la imposición de normas complementarias o subsidiarias de otros tipos, en el establecimiento de cánones o en otros arbitrios. Habitualmente, por lo demás, cuando el problema de la contaminación ambiental es abordado de manera seria e integral, las medidas que se disponen para reducido no se limitan a la imposición aislada de un cierto tipo de norma, sino que consisten en la instauración de un sistema concatenado de normas de diversa naturaleza que se potencian y se refuerzan las unas a las otras.Debe guardarse en mente, con todo, que si bien la pura y simple imposición de normas ya implica una puesta en marcha del principio "quien contamina, paga", solo será así a condición de que la internalización de externalidades ambientales negativas que esto conlleva se realice sin contrapartidas sociales expresadas en subsidios, ventajas tributarias o contables u otras formas de ayuda concedidas por las autoridades a los responsables de la contaminación (Kiss, 1983).

b) Los cánones
Los cánones constituyen el otro instrumento de mayor eficacia de que disponen las autoridades para aplicar el principio de que se trata. Es corriente que se los mencione también bajo la denominación de cargas, imposiciones, tasas, contribuciones o tarifas, aunque no siempre estas palabras puedan utilizarse estrictamente como sinónimos.
Los cánones imponen la obligación de efectuar pagos periódicos de una determinada suma de dinero, de monto generalmente progresivo, y están llamados a cumplir dos funciones bien definidas: una función de incitación y una función de redistribución. Los cánones cumplen su función de incitación en la medida en que inducen a los responsables de la contaminación a adoptar, por propia determinación, las medidas necesarias para la reducción o eventual eliminación de la contaminación de que son causantes, lo que lograrán cuando su pago represente un sacrificio económico mayor que el implicado en la adopción de dichas medidas. Producida esta mayor onerosidad puede preverse que los responsables de la contaminación considerarán más rentable -y más atractivo, por consiguiente-, reducir el volumen o toxicidad de sus efluentes generadores de contaminación, liberándose de esta forma del pago del canon o situándolo en tramos de tasas más bajas, que mantener el estado de cosas que los obliga a su pago.
Por el contrario, si el importe del canon les resulta menos gravoso que el costo de dichas medidas, preferirán pagado, con lo cual el canon no habrá conseguido su propósito de incitación. Cumplen además los cánones una función de redistribución, en cuanto colocan a los responsables de la contaminación ante la obligación de tener que retribuir a la sociedad los gastos en que ésta debe incurrir para hacer frente a los efectos deteriorantes del ambiente que les son imputables. Para estos efectos resulta necesario que los cánones sean fijados en un monto tal que, respecto de una determinada región o de un determinado objetivo de calidad ambiental, su importe global corresponda a la suma de los gastos colectivos en que deba incurrirse para conseguir los objetivos ambientales propuestos. (5)
Que un canon falle en su función de incitación está lejos de significar que su imposición haya resultado ambiental mente estéril puesto que mantiene siempre su función de redistribución, que constituye su finalidad principal.
A diferencia de lo que ocurre en materia de normas, para cuyo establecimiento no se necesita cuantificar los costos externos en que está incurriendo la sociedad, para la fijación de cánones sí se requiere su estimación económica previa, incluida la de los gastos administrativos directamente vinculados con la ejecución de las medidas descontaminadoras.
Una vez establecidos los cánones, sus dos funciones se conjugan para contribuir al objetivo de que sean los responsables de la contaminación y no la colectividad social quienes asuman y sufraguen los gastos de prevención y combate de sus efectos adversos. Trátese de incitación o de redistribución existe internalización de costos externos y aplicación, por ende, del principio "quien contamina, paga", aunque a condición -hay que repetirlo-, de que no medien granjerías sociales correlativas que mitiguen o atenúen, y falseen por lo mismo, el peso del gravamen que supone el pago de los cánones.
Los fondos recaudados por concepto de cánones debieran ser aplicados al financiamiento de las medidas de protección y restauración ambientales que llevan a cabo los poderes públicos, particularmente en materia de contaminación ambiental. En el marco de la recomendación del Consejo de las Comunidades Europeas puede también contribuirse con estos fondos a la financiación de instalaciones montadas por contaminadores privados, estrictamente en la medida que éstos, a petición concreta de las autoridades competentes, reduzcan la contaminación a niveles situados por debajo de
los considerados aceptables por dichas autoridades, prestando con ello un servicio especial a la comunidad. (6) Estas contribuciones de financiación tienden a compensar el mayor gasto en que incurrirán los responsables de la contaminación y a mantener de esta forma su nivel de competitividad, pues de otra manera su mayor sacrificio en beneficio de la colectividad otorgará ventajas competitivas a quienes se limiten estrictamente al cumplimiento de las normas generales impuestas.

III Derogaciones del principio

l. Derogaciones propiamente tales

La puesta en ejecución del principio ha dejado en evidencia que la aplicación inmediata de normas muy restrictivas o de cánones muy gravosos puede causar serias perturbaciones económicas, produciéndose entonces el efecto paradójico de que lo que tuvo en vista aminorar los costos sociales externos derivados de la contaminación ambiental devenga en causa de nuevos y tal vez mayores costos sociales, por otros capítulos. Esta situación constituye el tema de fondo de la recomendación del Consejo de la OCDE del 14 de noviembre de 1974, sobre implementación del principio "contaminador-pagador". Esta recomendación comienza reafirmando el postulado de que los poderes públicos no deben otorgar asistencia que ayude a los contaminadores a sobrellevar los costos del control de la contaminación "sea por medio de subsidios, ventajas impositivas u otras medidas". Acto seguido, sin embargo, admite excepcionalmente la procedencia de esta ayuda, a condición de que sea "estrictamente limitada" y cumpla con los requisitos de ser selectiva, temporaria y que no genere distorsiones en los intercambios internacionales. (7) La doctrina da el nombre de derogaciones a estas excepciones a la regla general.
Que la asistencia deba ser "selectiva" significa, de acuerdo con la recomendación del Consejo de la OCDE, que debe restringirse a aquellas partes de la economía como las industrias, zonas o instalaciones donde, de no mediar ayuda de parte de los poderes públicos, podrían presentarse serias dificultades. Sin embargo, respecto de las actividades industriales, ha surgido la duda de si la asistencia debe limitarse a las plantas existentes o puede favorecer también a las plantas nuevas.
Según la recomendación del Consejo de las Comunidades Europeas del 3 de marzo de 1974, la asistencia sólo puede beneficiar a las plantas de producción en funcionamiento y a los productos existentes, debiendo entenderse, para estos fines, que las ampliaciones que se introduzcan en las plantas en funcionamiento, en cuanto vayan a conducir a un aumento de su capacidad productiva, deben asimilarse a la situación de las plantas nuevas, lo que las margina de la posibilidad de ser subsidiadas. (8)
La mencionada recomendación del Consejo de la OCDE sobre la implementación del principio, en cambio, permite que la ayuda se extienda a las plantas nuevas a condición de que las dificultades que enfrenten revistan el carácter de excepcionales y que los términos a que se supedite el otorgamiento de la ayuda sean aun más estrictos que los aplicables a las plantas existentes. (9) Esta distinción entre plantas en funcionamiento y
plantas nuevas obedece, como es obvio, a que las segundas tendrán normalmente costos menores que las primeras para conformar sus procesos productivos a las nuevas reglamentaciones ambientales (Kiss, 1983).
Se requiere, además, que las ayudas tengan el carácter de "temporarias". La recomendación del Consejo de la OCDE del 26 de mayo de 1972, sobre principios directores relativos a los aspectos económicos internacionales de las políticas ambientales, admite que la aplicación del principio "quien contamina, paga" pueda dar lugar a excepciones o arreglos especiales "particularmente en los períodos de transición" (OCDE, 1983a, pp.173 y 174).
La recomendación del mismo Consejo del 14 de noviembre de 1974, en cambio,
es mucho más estricta y puntualiza que las ayudas deben limitarse "a períodos de transición bien definidos, establecidos de antemano y adaptados a los problemas socioeconómicos específicos asociados a la implementación del programa ambiental de un país" (OCDE, 1983b).
Contrasta con la estrictez de estas condiciones la recomendación del Consejo de las Comunidades Europeas del 3 de marzo de 1974, que se limita a reconocer la necesidad ocasional de conceder a determinados contaminadores "un plazo límite para que adapten sus productos o sus métodos de producción a las nuevas normas y/o de otorgarles ayudas limitadas temporalmente y, en su caso, de carácter decreciente". (10)
Aunque no se encuentra expresamente establecido, puede desprenderse del contexto de estas recomendaciones que se pueden conceder plazos extraordinarios y transitorios para adaptarse a nuevas exigencias ambientales sólo en beneficio de plantas industriales ya instaladas.vSe requiere, finalmente, al tenor de las recomendaciones mencionadas del Consejo de la OCDE, que la asistencia otorgada por los poderes públicos no produzca distorsiones significativas ni en el comercio ni en las inversiones internacionales. Lo que deba entenderse por distorsiones "significativas" es una cuestión de hecho para cuyo dimensionamiento y valoración no existen directivas comunitarias específicas.
No parece de más mencionar que tras estas interdicciones y restricciones impuestas a las ayudas que puedan conceder los poderes públicos a los responsables de la contaminación, subyace lo dispuesto por el artículo 92 del Tratado de Roma del 25 de marzo de 1957, que dio nacimiento a la Comunidad Económica Europea (CEE). Según este Tratado, "son incompatibles con el Mercado Común, en la medida que afectan a los intercambios entre los Estados miembros, las ayudas concedidas por los Estados o mediante recursos estatales, sea en la forma que sea, que falseen o amenacen con falsear la competencia favoreciendo a determinadas empresas o a determinadas producciones". La misma disposición, empero, declara que pueden ser consideradas como compatibles con el Mercado Común "las ayudas destinadas a favorecer el desarrollo económico de las regiones en que el nivel de vida sea anormalmente bajo", así como las que persigan "remediar una perturbación grave en la economía de un Estado miembro", en lo que se ha visto el respaldo a las excepciones a la regla general que el Consejo de la OCDE y el
Consejo de las Comunidades Europeas se han encargado de precisar (Biblioteca Política Taurus, 1960, pp.173 y 174).

2. Seudoderogaciones

Llamamos "seudoderogaciones" a los tipos de ayuda que la recomendación del 3 de marzo de 1974 del Consejo de las Comunidades Europeas no considera contrarios al principio "quien contamina, paga", para distinguidos de los tipos de ayuda que la misma recomendación califica de "excepciones" a la aplicación del principio y que hemos tratado bajo la denominación de "derogaciones propiamente tales".
No se consideran contrarias al principio, en primer término, las ayudas financieras eventuales que se concedan a las comunidades locales para que construyan y administren instalaciones públicas de protección ambiental cuyos gastos no puedan ser cubiertos total e inmediatamente con el producto de los cánones abonados por los causantes de contaminación que se sirvan de dichas instalaciones. No obstante, si se trata de plantas de tratamiento de efluentes distintos de los desechos domésticos, está previsto que los servicios que se presten deben ser facturados de forma que reflejen los costos reales de los procesos de tratamiento.
Tampoco se consideran contrarias al principio las financiaciones destinadas a compensar las cargas especialmente onerosas que se impongan a determinados responsables de un cierto tipo de contaminación con el fin de lograr un nivel excepcional de pureza ambiental.Se mencionan también como pertenecientes a esta categoría las contribuciones que se concedan para estimular la realización de investigaciones orientadas al desarrollo de tecnologías productivas menos contaminadoras o a la fabricación de productos menos contaminantes. (11)

IV Insuficiencias del principio

No puede pretenderse que la aplicación del principio "quien contamina, paga" ofrezca solución integral al problema de la contaminación ambiental, ya que éste no se reduce a una mera redistribución de costos. Que los costos de las medidas contra la contaminación deban ser asumidos por quienes la provocan y no por quienes la padecen sin haber contribuido a producida es una exigencia de justicia distributiva que no se discute. Existen tipos de contaminación, sin embargo, que simplemente no debieran producirse, ya sea porque crean condiciones de vida altamente riesgosas para la vida o salud humana o para la estabilidad funcional de los ciclos, procesos y equilibrios ecológicos que son soportes de la vida, o porque generan daños irreversibles.
Ante la pérdida de vidas humanas, la extinción de especies u otras consecuencias extremas semejantes, pierde sentido hablar siquiera de internalización de externalidades por cuanto lo que pueda presentarse bajo la apariencia de una externalidad o costo externo constituye, sin eufemismos, una irracionalidad y un estrago externo, no susceptible de apreciación pecuniaria y ya definitiva e irrevocablemente asumido. El principio, por lo tanto, sólo llega hasta donde alcanza el límite de lo internalizable. Más allá de este límite no se está ante una cuestión de costos falseados, sino, normalmente, ante un problema de protección falseada del derecho a la vida, pues tanto comete homicidio quien quita la vida a otra persona, de una vez, por un acto de fuerza, que quien la va segando paulatinamente por una sucesión de actos que terminan por producir el mismo efecto, como acontece con ciertos tipos de contaminación.
La función de incitación que procura cumplir la ejecución del principio debe ceder paso, en casos semejantes, a una función de disuasión radical, y su función redistributiva de cargas económicas, a una función atributiva de responsabilidades. Esto implica, por una parte, la tipificación de "crímenes ambientales" severamente castigados, y por otra, la instauración de un régimen de responsabilidad civil por daño ambiental que ponga al alcance de las víctimas de la contaminación la posibilidad cierta de obtener el oportuno y cabal resarcimiento de la plenitud de los daños que les hayan sido irrogados.
Esto no implica desconocer validez al principio "quien contamina, paga" ni incurrir en la frecuente confusión entre sus alcances y los del sistema de responsabilidad civil extracontractual. Solo apunta a subrayar que la sola adopción del principio resulta insuficiente como respuesta social al problema de la contaminación ambiental y que debe, en consecuencia, ser complementada por otras medidas, de naturaleza tanto penal como civil.
Bibliografía

* Brañes, Raúl (1987): Derecho ambiental mexicano, Colección Medio Ambiente, N° 1, México, D.F., Fundación Universo Veintiuno.
* Biblioteca Política Taurus (1960): Instituciones y textos europeos, Madrid, Taurus Ediciones, S.A.
* Cano, Guillermo J. (1978): Derecho, política y administración ambientales, Buenos Aires, Depalma Ediciones.
* Cano, Guillermo J.(1983): Introducción al tema de los aspectos jurídicos del principio 'contaminador-pagador', El principio contaminador-pagador. Aspectos jurídicos de su adopción en América, Buenos Aires, Editorial Fraterna.
* CCE (Comisión de las Comunidades Europeas) (1988): Recomendación del Consejo del 3 de marzo de 1974 relativa a la imputación de costes y a la intervención de los poderes públicos en materia de medioambiente, Legislación comunitaria relativa al medioambiente. 1967-1987, vol. 1. Política General y Protección de la Natura, Bruselas
* Edmunds, Staharl y John Letey (1975): Ordenación y gestión del medioambiente, Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local.
* Haveman, Robert (s/f): El sector público, Buenos Aires, Amorrortu Editores.
* Kiss, Alexander (1983): El principio 'contaminador-pagador' en Europa occidental, en Comisión Interamericana para el Derecho y la Administración del Ambiente (CIDAA), El principio contaminador-pagador. Aspectos jurídicos de su adopción en América, Buenos Aires, Editorial Fraterna.
* OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos) (l983a):
Recomendación sobre principios directores relativos a los aspectos económicos internacionales de las políticas ambientales, en Comisión Interamericana para el Derecho y la Administración del Ambiente (CIDAA), El principio contaminador-pagador. Aspectos jurídicos de su adopción en América, Buenos Aires, Editorial Fraterna.
* OCDE (1983b): Recomendación sobre implementación del principio 'contaminador-pagador', en Comisión Interamericana para el Derecho y la Administración del Ambiente (CIDAA), El principio contaminador-pagador. Aspectos jurídicos de su adopción en América, Buenos Aires, Editorial Fraterna.
Notas:
1. Véase la recomendación del Consejo relativa a la imputación de costes y a la intervención de los poderes públicos en materia de medio ambiente del 3 de marzo de 1974, en CCE (1988), vol. 1, p.7.
2. Véase la recomendación citada del Consejo, en CCE (1988), p.7, anexo,
apartado 3 y nota de pie de página 2.
3. Véase la recomendación citada del Consejo, en CCE (1988), p.7, anexo, apartado 3 y nota de pie de página 2. Véase también Cano (1978), pp.136 y 137.
4. Véase la recomendación del Consejo de las Comunidades Europeas del 3 de marzo de 1974, en CCE (1988), p.7, anexo, apartado 4, letra a.
5. Véase la recomendación aprobada el 3 de marzo de 1974 por el Consejo de las Comunidades Europeas, en CCE (1988), p.8, anexo, apartado 4, inciso b).
Véase también Cano (1983), pp.16 y 17.
6. Véase la recomendación citada del Consejo, en CCE (1988), p.8, anexo,
apartado 4, inciso b).
7. Véase la recomendación citada del Consejo de la OCDE, apartado 2, en OCDE
(l983b).
8. Véase la recomendación citada del Consejo en CCE (1988), p.9, apartado 6,
inciso a).
9. Véase la recomendación del Consejo de la OCDE sobre implementación del
principio "contaminador-pagador", apartado 3, en OCDE (l983b).
10. Véase la recomendación citada del Consejo, en CCE (1988), p.9, anexo, apartado 6, inciso a.
11. Véase la recomendación del Consejo de las Comunidades Europeas del 3 de marzo de 1974, en CCE (1988), p.9, anexo, apartado 7.
(*)Rafael Valenzuela (Profesor de Derecho Ambiental, Universidad Católica de Valparaiso)

FUENTE: Revista de la CEPAL, Nº 45, Naciones Unidas - Camisón Económica para América Latina y el Caribe, Santiago de Chile, diciembre de 1991