La casta burocrática y su rol en
las últimas luchas sociales
Rocío Silva Santisteban
Máxima no es un caso, es un
emblema. Precisamente la mujer más vulnerable, pequeña, delicada, campesina,
alejada de Lima a cientos de kilómetros, analfabeta, con acceso restringido a
puestos de salud pero con un capital simbólico tan rico y amplio: en la
indefensión con su sola voluntad y su llanto le ha hecho un pare a la República
Empresarial, a esa casta de tecnócratas con sus leyes, sus convenios secretos
entre las grandes empresas y la Policía Nacional, con su dinero, su oro, sus
minas, sus contactos internacionales, su obsesión por la OCDE y su cooptación
del presidente del Perú.
Francisco Durand, investigador y
profesor principal de la PUCP, ha planteado el concepto de “República Empresarial”
para referirse a la casta de tecnócratas neoliberales que han capturado el
Ministerio de Economía y Finanzas, en BCR y la Superintendencia de Banca y
Seguros desde 1990 y que a todas luces responden a la lógica de las grandes
corporaciones que imponen un modelo único de desarrollo al que el presidente
Ollanta Humala hoy ha adherido la retórica de la “inclusión social”.
Me permito contribuir al análisis
pues desde hace años vengo trabajando en las propuestas de “imaginario
desarrollista” que vincula a la casta empresarial, sus normas legales y su
aparato simbólico (“ciudad mediática”) con una propuesta de ser humano:
consumista, urbano, heterosexual,
conservador y de mente adormecida por la televisión basura. Un peruano
convencido de que es preciso “basurizar” al otro para erigirse a sí mismo como
el sujeto del discurso, de las leyes, de las normas, de las políticas públicas
y del bienestar neoextractivista utilizando las herramientas que le dan los
grandes medios: creer que vive en “esto es guerra”. Un peruano o peruana que
ríe volteándole la cara a los muertos de su felicidad. Insolidario, egoísta,
artificial, frívolo: totalmente apto para ser captado por el mal banal
(Arendt).
Como sostuvo Raphael Hoetmer en
un seminario sobre minería en Cajamarca, este imaginario desarrollista
compulsivo basado en la explotación sin reservas de la naturaleza requiere de
la criminalización de la disidencia y del control de las fuentes de información
(lo que es sumamente difícil en una era de Internet y redes sociales).
Precisamente por esta dificultad son las redes y los jóvenes anti-Pulpín, que
han adoptado la lucha de Máxima Acuña de Chaupe como suya por indignación pero,
también, porque es una forma de plantearle un pare a todo este sistema
“republicanoempresarial” que pretende hacer del Perú lo que hace en su empresa.
Hoy es preciso luchar por un
cambio de paradigma civilizatorio en el que la explotación de la naturaleza
tenga un freno para preservar la vida. Esa debería ser la línea eje que
atraviesa todas las luchas: la de nosotras las mujeres, la lucha contra la
heteronormatividad, la lucha contra la minería en cabeceras de cuenca, la lucha
de los pueblos indígenas por la protección de sus territorios, la lucha de los
trabajadores por la dignidad de salarios y condiciones de trabajo, la lucha de
los analfabetos por tener acceso a una educación que les garantice no solo
ingresar a la ciudad letrada, sino tener herramientas que les permitan, en
concordancia con sus (nuestras) culturas ancestrales, vivir a plenitud.
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